Emma y la leoncita Anya

Portada del libro Emma y el dragón bebé

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En esta historia, Emma y sus amigos aprenderán a usar el poder de la palabra mágica «aún» para encontrar una respuesta cada vez que tengan un problema y no sepan qué hacer.

Junto al bosque que rodea la casa de Emma había una gran llanura, con piedras y algunas hierbas, donde vivía Anya: una leoncita pequeña, lista y muy alegre.

Todos los sábados, Anya preparaba una cesta de merienda y salía corriendo, cruzando el bosque, hacia la casa de Emma. Porque, los sábados, Emma hacía de profesora y daba clase en su jardín a los amigos del bosque. Y, al terminar, todos celebraban una gran merienda.

Pero ¡ayayay!… El lobo Ramón preparaba, cada sábado, un truco tramposo para engañar a Anya y comerse la deliciosa merienda que la leoncita llevaba para los amigos del cole.

Anya no sabía ya que hacer para librarse de las trampas del lobo. Y pidió ayuda a Emma para conseguir que Ramón dejara de ser un lobo tramposo y se convirtiera en un buen amigo de todos.

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ÍNDICE

  1. Un sábado por la tarde
  2. La bella flor
  3. Camino del «cole»
  4. Empieza la clase…
  5. Ramón, el tramposo
  6. El árbol de agujero

A continuación se reproducen los cuatro primeros capítulos del cuento.

CAPÍTULO 1 • UN SÁBADO POR LA TARDE

Más allá del bosque que rodea la casa de Emma, había una gran llanura con piedras y algunas hierbas. Pero casi ningún árbol. Era una sabana. 

Hacía mucho sol allí y casi nunca llovía. Y, sin embargo, esa calurosa sabana era el lugar preferido por muchos animales. Por los ciervos, las cebras, las jirafas… ¡Ah! Y también por los leones. Porque allí, en esa gran sabana de color dorado, vivía Anya.

Anya era una leoncita pequeña, lista y muy alegre. Iba siempre corriendo y saltando por encima de las piedras. Vivía en una bella casita que mamá leona y papá león construyeron con barro y con ramas en el techo.

Era sábado. Un día muy especial. Todos los sábados, Anya preparaba una cesta de comida para merendar y salía corriendo, cruzando el bosque, hacia la casa de Emma. Porque, los sábados, Emma hacía de profesora y daba una clase en su jardín.

Emma reunía a sus amigos del bosque y de la sabana y les enseñaba a hacer manualidades muy divertidas. Y, al terminar, todos celebraban una gran merienda, compartiendo la comida que habían traído de casa y la deliciosa tarta de zanahoria que preparaba Yaya Elena, la abuela de Emma.

Pero, pero… Esa mañana Anya estaba un poco triste e inquieta, al recordar lo que pasó el anterior fin de semana. 

Ocurrió el sábado pasado. Por la tarde.

Cuando corría hacia la casa de Emma, Anya vio una preciosa flor de color violeta. La flor estaba en el suelo del bosque, encima de un montón de hierba que parecía una alfombra verde.

Anya sonrió pensando que esa bella flor sería un magnífico regalo para la «profe» Emma. Y se acercó a cogerla…

Pero ¡ayayay!…

CAPÍTULO 2 • LA BELLA FLOR

Al pisar sobre el montón de hierba donde estaba la flor de color violeta… ¡Booom!… Las patitas de Anya se hundieron en la hierba y la leoncita cayó dentro de un agujero que había debajo.

Al caer, la leoncita perdió la cesta de la merienda que salió volando.

—¡Graciaaas, muchaaas graaaciaaas!… —se oyó que alguien decía, entre risotadas—. ¡Ja, jaaa, jaaa!…

Y, al mirar hacia arriba, Anya vio, en el borde del agujero, la cabezota del lobo Ramón, relamiéndose.

—¡Muchas gracias por regalarme esta riquísima comida!… ¡Ja, jaaa, jaaa!…—rio el travieso lobo, mirando la cesta.

—¡Nooo!… ¡No es para ti! Es para los amigos que van al cole del jardín de Emma… ¡Anda, sácame de este agujero y devuélveme mi cesta! —le pidió Anya.

—¡No, no, nooo…! —dijo el lobo—. A cambio de esta deliciosa merienda, te regalo la flor que puse ahí para que cayeras en el agujero… ¿Te ha gustado mi truco, eh?… ¡Ja, jaaa, jaaa!…

Ramón sacó la comida que había en la cesta y lanzó la cesta al agujero. 

Y, dando mordiscos a la rica merienda que había preparado la leoncita, se alejó aullando con la boca llena.

Anya era pequeña pero muy valiente. Se puso de pie y se dispuso a dar un gran salto, como saben dar los leones, para salir de la trampa que le había preparado el lobo.

¡Uf! Pero no era fácil. Dio varios saltos, pero sólo conseguía alcanzar el borde del agujero con una patita. Y caía de nuevo al fondo… ¿Qué podía hacer para salir de ahí?

Anya se sentó en el suelo del agujero y miró la bella flor de color violeta y amarillo que Ramón le puso como trampa… Y, al momento, sonrió…

—¡Ya sé qué voy a hacer!… —dijo contenta.

Anya recordó lo que una vez le dijo su papá Pedro, el león más sabio de la sabana: 

«Si un día tienes un problema y no sabes qué hacer, recuerda que lo primero y más importante es parar y calmarte, querida Anya. Y, cuando estés tranquila, di en voz alta “yo lo puedo hacer” y lanza un rugido como tú sabes. Porque, si confías en ti y no te rindes, encontrarás la forma de superar el problema».

Anya se puso de pie e hizo lo que le dijo su papá. Gritó en voz alta «¡Yooo lo puedo hacer!»… Y, al lanzar el rugido «¡Grrrrr!» como le dijo papá león, se le ocurrió una gran idea.

Cogió la cesta de la merienda que Ramón lanzó al agujero y, dándole la vuelta, la puso en el suelo. La pequeña leoncita se subió en la cesta, se encogió todo lo que pudo, y dio un gran salto estirando las patitas como si fueran un muelle…

¡Y lo consiguió!… ¡Anya salió del agujero!

CAPÍTULO 3 • CAMINO DEL “COLE”

Al salir de casa, Anya miró la cesta de la merienda que llevaba y se dijo en voz alta: «Hoy tendré mucho cuidado, para no caer otra vez en las trampas de Ramón». Y, alegre, empezó a correr por el camino del bosque, hacia la casa de Emma.

A la pequeña leona le gustaba saltar por encima de las piedras del camino. Y cuando veía flores de bellos colores, se detenía para coger alguna flor y ponerla en la cesta.

Corriendo y saltando, Anya llegó al lugar del bosque donde el camino de la sabana se unía con el camino que venía de la montaña. Y, ahí, vio a su amigo, el pajarito Pipo, revoloteando sobre un gran arbusto.

—¡Ven, Anya, ven! —pio el pajarito.

—¿Qué pasa, Pipo?

—¡Mira, mira…! —respondió el pajarito, señalando con el pico al pie del arbusto.

Asomando por debajo de las hojas verdes, Anya vio una bella tira de pelo blanco, que terminaba en un mechón de pelitos de todos los colores del arco iris.

—¡Anda!… ¡Parece la cola de un unicornio!   —dijo Anya, sorprendida.

Y, de pronto, la bella cola blanca con los siete colores del arco iris, se movió… Y los dos amigos oyeron una voz que salía del arbusto.

—¡Hola, holaaa…! Estaba descansando un poco… Y me he quedado dormido aquí, debajo del arbusto.

—¿Quién eres? —preguntó Pipo.

—Soy un unicornio… Veo que os gusta mi cola de colores ¿eh?

—¡Sííí!… —dijo Anya— Es bellísima… Sabes, yo también tengo cola… Pero la mía es sólo de color marrón, como la que tenemos todos los leones.

—Yo soy un unicornio y por eso mi cola tiene todos los colores del arco iris. Y, además, tengo alas para volar… ¿Quieres volar conmigo, agarrada a mi cola de colores?

—¡Sí, sííí…! ¡Me gustaría mucho! —dijo Anya, emocionada. 

—Pues agárrate fuerte a mi cola y te daré una vuelta volando… ¡Ah!… Pero, para volar, tienes que dejar esa cesta de comida aquí, en el suelo, porque te tienes que sujetar a mi cola muy fuerte, con tus patitas.

—¡Y yo os seguiré! —pio Pipo, contento, al tiempo que volaba por encima del arbusto para ir a saludar al unicornio que estaba al otro lado… 

Pero ¡uauuu!… El pajarito abrió el pico de par en par, asombrado, al ver que quien estaba detrás del arbusto no era un unicornio… ¡Era Ramón!… ¡El lobo tramposo!

Ramón se había pintado la cola de color blanco y con los colores del arco iris en la punta, para que pareciera la cola de un unicornio.

—¡Anya, Anya, vámonos corriendo!… No es un unicornio, es el lobo Ramón que se ha pintado la colaaa! —gritó el pajarito, nervioso.

 Al oirlo, Anya fue a coger la cesta de la merienda que había dejado en el suelo… Pero ¡ayayay! Ramón fue más rápido. El lobo mordió el asa de la cesta y con ella en la boca, salió corriendo.

— ¡Aúúú, aúúú!… ¡Gracias otra vez por la meriendaaa! —aulló el lobo—. ¡Qué bien meriendo todos los sábados!… ¡Aúúú, aúúú!

Y Anya vio como Ramón se alejaba, aullando y riendo a carcajadas, llevándose la comida que iba a compartir con los amigos del cole.

La pequeña leoncita se sentó en el suelo y agachó la cabeza, triste, a punto de llorar, porque, otro sábado más, había caído en la trampa del lobo Ramón.

Su amigo, el pajarito Pipo, voló al hombro de Anya. Y, con cariño, le dio un beso muy suave con el pico. 

Anya acarició a su amigo el pajarito y, poco a poco, la cara de tristeza de la leoncita se fue transformando en una sonrisa…

—¡Hala vamos! —dijo Anya, poniéndose en pie—… Que tenemos que llegar a casa de Emma antes de que empiece la clase.

CAPÍTULO 4 • EMPIEZA LA CLASE…

Aunque Anya y Pipo fueron corriendo, deprisa, cuando llegaron al jardín de Emma, sus amigos estaban ya allí. Y la clase estaba a punto de empezar.

—¡Ya estamos todos! —sonrió Emma, al verlos llegar—. ¡Hala! Vamos a empezar la clase.

Alrededor de Emma estaban el gusanito Gusi, la ardilla Noli, la eriza Tika, la gallina Catalina con sus pollitos Pepe y Pepito, y el cocodrilo Pillo.

—Hoy aprenderemos a hacer flores con hojas de los árboles —anunció Emma—. Y, para eso, necesitamos hojas secas que se han caído de los árboles… ¡Hala, vamos a buscarlas!

Y todos fueron a la zona del jardín donde había más árboles, a recoger hojas secas de diferentes formas y tamaños.

Cuando volvieron con un buen puñado de hojas, Emma cogió su libreta y les enseñó cómo lo tenían que hacer, pegando hojas de los árboles en una página, para hacer la flor.

—Mirad, para empezar teneis que elegir seis hojas grandes —dijo Emma—. Y, además, un palito largo y otras tres hojas pequeñas.

Emma empezó pegando las seis hojas más grandes en el papel, una junto a otra, para formar los pétalos de la flor.

—¿Y dónde pegamos las tres hojas más pequeñas? —preguntó Gusi.

—Teneis que pegar una de las hojitas en el centro de la flor —respondió Emma—. Y las otras dos hay que pegarlas en el palito que será el tallo de la flor.

—¡Anda, qué chulo!… Parece una flor de verdad —exclamó Tika.

Todos disfrutaron muchísimo ese día, al ver las bellas flores que habían aprendido a hacer con hojas de los árboles. Y, felices, al terminar la clase compartieron una rica merienda, como todos los sábados.

Pero no todos reían. Emma vio que, a veces, la leoncita Anya cerraba los ojos y los apretaba como si fuera a romper a llorar.

—¿Por qué estás triste? —le preguntó Emma—. Somos tus amigos y queremos verte feliz…

—Hoy tampoco he podido traer la merienda —respondió Anya, agachando la cabeza.

—¿Ha sido el lobo Ramón?… ¿Te la ha quitado otra vez? —le preguntó Emma.

—Sí. Se la ha llevado otra vez… Todos los sábados, cuando vengo por el camino del bosque, Ramón consigue que suelte la cesta y se come todo lo que traigo para compartir… ¡No sé qué puedo hacer! —lamentó Anya, a punto de llorar—. Yo voy con mucho cuidado, pero siempre caigo en sus trampas…

—No estés triste, Anya —la consoló Emma—. El sábado que viene iré a buscarte a tu casa. Y te diré lo que haremos para que el tramposo de Ramón no se vuelva a llevar la merienda.

—¿Tú sabes qué podemos hacer, Emma? —le preguntó la leoncita.

—Ahora no lo sé. Pero voy a usar mi palabra mágica y seguro que el sábado lo sabré.

—¿Y cuál es esa palabra mágica?… ¿La puedo usar yo también? —dijo Anya, curiosa. 

—¡Claro que sí! —respondió Emma—. Mira, la palabra mágica es «aún». Y todos, todos, la podemos utilizar para encontrar soluciones cuando tenemos un problema. 

—¿Y cómo se usa? —insistió la pequeña Anya.

—Es muy fácil. Sólo tienes que añadir la palabra mágica «aún» a lo que no puedes o no sabes hacer —le explicó Emma—. Mira, yo ahora no sé qué hacer para que el lobo no te quite la cesta… Pero si le añado la palabra mágica y digo «yo no sé qué hacer para que el lobo no te quite la cesta, aún», es que sí lo sabré pronto. Porque esa palabra mágica hará que lo piense y así sabré lo que tengo que hacer.

Una sonrisa de felicidad borró la tristeza de la cara de la leoncita. Y Anya disfrutó esa tarde de la rica merienda con Emma y sus amigos.